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Tras el aplauso general a la demostración de pundonor de Marc Márquez, nos queda hacer el análisis frío de lo que sucedió el pasado domingo en Jerez. Lo sé, mola menos: todo es mucho más oscuro.

Marc Márquez ha pagado un precio muy elevado tras exhibir su monumental poderío en este pasado (y extraño, y apasionante, y muchas más cosas) Gran Premio de España de MotoGP. Tanto, que ni siquiera sabe, todavía, lo que le va a costar. Ya está en Barcelona: “al hospital” le ha dicho a los que fueron a recibirle al aeropuerto.

Honda, dicho sea de paso, le saldrá mucho más caro. La factura de la fractura les lleva a la consecución del peor escenario posible: la constatación, humillante, de la dependencia que tiene la fábrica más potente del mundo de un solo piloto. Por muy “el mejor de todos los tiempos” que sea.

Marc puede haberse quedado sin mundial; pero Honda se ha quedado en pelotas, como en la fábula del rey desnudo. Y MotoGP y Repsol, de paso, compuestos y sin novia. Ya veremos si el próximo domingo tiene el mismo tirón una nueva carrera en Jerez sin la estrella del campeonato en la parrilla de salida.

Es lunes, parroquia. Todos los ríos de tinta virtual sobre la épica han desembocado ya en el océano de la irrelevancia. Tampoco toca hacer ventajismo miserable con términos como “pifia” o “fracaso” cuando es evidente que, gracias a este piloto, hoy podemos escribir cosas interesantes. La prensa vive de él como vivimos aún de Valentino Rossi. Por cierto: desde anoche, no hay nadie que esté diciendo nada peor de Marc Márquez… que el propio Marc Márquez. A sí mismo. Sabe que la ha cagado porque sabe de esto más que nadie.

Decía otro Marc, Mark Twain, aquello de “cuando se vea pensando del lado de la mayoría, haga una pausa para reflexionar”. Y yo quiero bajar la euforia de un pensamiento único enardecido por la ausencia del espectáculo de MotoGP durante tantos meses, no para juzgar la carrera de Márquez; sino con la intención de entender cómo se enfrentó a este Gran Premio con tantas ganas de gas y tan poca cabeza. Y por qué. Por qué y por qué. Coño. Por qué.

No me vale lo de que Marc es así; el viejo mantra de “puerta grande o enfermería” que se acuñó en su primer título con el episodio (este sí, épico: porque ganó) de Portugal. Márquez ha demostrado, ya en 2016 y sobre todo a lo largo de los dos últimos títulos conquistados, que tiene una capacidad proverbial para leer las carreras, tenerlo todo bajo control y multiplicar, así, la eficacia de su inigualable, innegable talento. No es que nadie pilote como él: es que nadie sabe pensar encima de la moto como él.

Tampoco compro que la forma de pilotar de este pasado domingo le haya llevado a ganar los ocho títulos mundiales que tiene. Al revés: así no hubiera ganado ni la mitad. Así pilotaba (gas sin cabeza) en 2015 y pasó lo que pasó: épica pole de Austin, de acuerdo; y después el bofetón de Rossi en Termas, el segundo bofetón (de Dorna) en Assen… y el pecado original (que le acompañará el resto de su carrera deportiva) de Sepang y Cheste.

Sé que este último párrafo suena a ajuste de cuentas. Nada de eso: hago todo este viaje por el pasado para defender la idea (mía, claro) de la ausencia de esa cabeza proverbial de Marc Márquez, educada a golpe de muchos éxitos (pero sobre todo de sonados fracasos) este pasado fin de semana. Y en un año como 2020. Que está empezando, o sea.

Álex Márquez dice que su hermano está tocado anímicamente. Y es verdad. Lo que no sabemos es si llegó, también tocado, a Jerez. Si hubo algo que le haya llevado a no gestionar una carrera fácil, como él sabe hacer desde hace años. Como si tuviera que demostrar algo a alguien; cuando lo que hizo es marca de la casa: lo que ya sabemos todos que es perfectamente capaz de hacer. Sí. Pero ganando.

Maverick Viñales debería estar con la cara por los suelos después de que el joven francés le pintara, eso, la cara, en la pista. Pero no: estaba exultante. Porque su plan había funcionado. A la sazón, correr más que Marc el sábado, para llevarle más allá de su límite, el domingo. No se pierdan los ojos de Marc en la parrilla de salida, hagan click aquí. Está mirando a las Yamaha y el gesto es revelador.

Marc Márquez cayó en una trampa que hace mucho tiempo había aprendido a evitar. Podía haberse tomado un par de refrescos siguiendo a Viñales vuelta a vuelta (ojo: lo ha hecho otras veces y con otros rivales sin complejos) dejando que le llevara hasta la bandera de cuadros mientras Fabio se peleaba con los del Pramac. Pero no: tenía que pasarle. Y el error de la carrera es este: lo demás es motociclismo. De varios quilates, por supuesto. Pero pesados como el plomo.

La paradoja reside, finalmente, en que la que puede haber sido la mejor salvada de su vida le espoleara hacia una remontada que acabó por los suelos y con el brazo roto. Una lesión seria, por cierto. No hubo épica: ese concepto está reservado a los vencedores. Y esto es competición. Va de ganar o perder. Y es una salvajada de campeonato que se llama MotoGP.

Hubo espectáculo, desde luego; pero la épica debe esperar. La tiene metida Marc Márquez en su ahora reseteada cabeza porque sabe que solamente la puede conseguir ganando el título que le empatará con Valentino Rossi en un año que muchos dan por imposible de reconducir. Aquí y entre tantas sombras, es donde veo la luz. Porque si hay alguien capaz de hacerlo, es él.

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ale.garciamontes
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